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Archive for diciembre 2009

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Hombre, pomo pasar, pasar, nada, caso de no tener pecados graves. Es algo así como si preguntases ¿qué pasaría si no nos lavásemos nunca? Tampoco pasaría nada. Lo único que pasaría es que daríamos asco hasta a nuestros antípodas. No habría quien nos aguantase a su lado.

Lo que pasaría o no pasaría si no nos confesásemos nunca, es distinto según que se trate de pecados mortales o de pecados leves. Imagínate un televisor al que no le llega la corriente. No funciona. Hay que conectarlo. Esa viene a ser la situación de quien está en pecado mortal.

Imagínate también que en tu televisor aparecen unas interferencias que no permiten ver bien la imagen; funciona, pero mal. Esta vendría a ser la situación de quien está cometiendo pecados veniales.

Es claro que quien está en pecado mortal, debe confesarse para recobrar la vida de la gracia; si no se confesase nunca, estaría siempre desconectado de Dios. Por eso voy a responder a tu pregunta interpretándola en el sentido de que se trata de uno que vive en gracia pero que no se confiesa nunca; ¿qué pasaría?

Si la imagen de nuestro televisor interior no es buena, lo lógico es que queramos que se perciba con nitidez. Pero hay que partir para ello del concepto que tengamos de nosotros mismos. Si somos conscientes de nuestra situación de pecadores,, lo lógico es que le pidamos con frecuencia perdón al Señor. Y no es que sea necesario esforzarnos mucho para sentimos pecadores. Es cuestión de mirar un poco hacia nuestro interior y veremos inmediatamente que no somos como Dios quiere que seamos, que no nos hemos portado noblemente con el Señor.

Para eso es necesario acercarnos con frecuencia al amigo Jesús, pues Cada día tenemos infidelidades con respecto a la amistad de quien ha dado su vida por nosotros. Nunca estamos tan pendientes de nuestro amigo Jesús como El lo está de nosotros. Siempre tenemos por delante un largo camino por recorrer.

Y esto vale, sobre todo, cuándo uno tiene en cuenta que nuestros pecados no son sólo las cosas que hacemos mal, sino las cosas buenas que dejamos de hacer. ¿Te has dado cuenta de que en el juicio final la condena de Jesús a los que estén a su izquierda no es porque han hecho cosas malas sino porque han dejado de hacer cosas buenas?: «tuve hambre y NO me disteis de comer, tuve sed y NO me disteis de beber, estaba desnudo y NO me vestisteis, en la cárcel y NO vinisteis a verme, enfermo y NO me visitasteis». Aquí hay muchos «NOES» que se refieren a cosas que hemos dejado de hacer.

Si no tenemos en cuenta esta realidad de pecadores que todos llevamos a cuestas, corremos el peligro de ser como el fariseo de la parábola, que se creía suficientemente bueno y despreciaba a los demás. Le daba gracias a Dios porque cumplía con los preceptos de la Ley. Se creía «justo». También nosotros podemos creernos justos por el cumplimiento, sobre todo externo e incluso rutinario, de ciertas prescripciones. Sobre todo cuando viésemos que se nos han «quitado» los pecados.

… Porque una cosa es «quitar» los pecados y otra es percibir el perdón de Dios: ser consciente de que Dios me perdona, de que Cristo ha muerto por mis pecados. Ante el inmenso amor de Dios que llega a perdonarnos los pecados, también los de omisión, no hay más remedio que sentirnos pecadores, raquíticos, pobres, pequeños. Son dos amores puestos uno junto al otro.

En la medida en que vamos afinando en la amistad, vamos descubriendo que la de Dios hacia nosotros es inimaginable y que la nuestra, por grande e intensa que pueda ser, siempre se queda corta. Por eso los santos siempre se consideraban grandes pecadores, mientras que los grandes hipócritas siempre se han considerado santos. Sin manías de limpieza, sino más bien con el gozo de sentirnos amados y personados por Dios.

La confesión no es, pues, cuestión de limpieza sino que apunta a la finura en la amistad; uno es consciente del raquitismo de su amor; la limpieza puede crear vanagloria y, como en el caso del fariseo de la parábola, puede llegar al desprecio de los demás; claro que no sería limpieza, pero cabría tener esa suciedad interior del fariseo junto con la limpieza exterior de las apariencias; aquello que decía el Señor al llamar a los fariseos sepulcros blanqueados.

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