Escribo el mismo día en que empieza el Sínodo. Por la mañanita recé Laudes y el Oficio de Lectura, además de preparar la homilía; al leer el evangelio me encuentro con el pasaje en que Jesús habla del divorcio y de la indisolubilidad del matrimonio. Les recuerdo algunas frases; “Él los hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre”. Se trata de una realidad nueva, no de una libre asociación.
Por otra parte, el Concilio Vaticano II nos recuerda: “Este vínculo sagrado, con miras al bien, ya de los cónyuges y su prole, ya de la sociedad, no depende del arbitrio humano. Dios mismo es el autor de un matrimonio que ha dotado de varios bienes y fines, todo lo cual es de una enorme trascendencia para la continuidad del género humano” (Gaudium et spes, n. 48).
Bueno, ya tenemos la respuesta dada por Jesús mismo y no valen declaraciones de obispos y grupos de teólogos que tienen de teólogos lo que yo tengo de astrónomo. ¿Cómo va a cambiar el Papa aquello que de pequeños aprendimos en el catecismo, una de cuyas preguntas era cuántas cosas son necesarias para comulgar bien? Y la respuesta era: tres, estar en ayuno natural, estar en gracia de Dios y saber a quién se va a recibir. ¿Se acuerdan? ¿Están en gracia de Dios los divorciados vueltos a casar civilmente y viviendo maritalmente con la persona elegida? Otro caso: ¿están en gracia de Dios los homosexuales que viven como si fuesen matrimonio? Unos y otros pueden comulgar? Esto es lo que deben responder los que defienden la licitud de la comunión sacramental en estos casos.